Hay que prestar atención al que cuenta lo que ha visto de cerca. En los primeros años noventa David Rieff fue reportero enmedio de la gran explosión de salvajismo que fue la guerra de Yugoslavia, y allí y entonces empezó a reflexionar sobre los efectos catastróficos que puede tener algo tan reverenciado como la memoria histórica o la memoria colectiva. Una vez, saliendo de entrevistar a un general serbio, uno de aquellos señores de la guerra que de la noche a la mañana se convirtieron en matarifes de sus compatriotas, un ayudante del militar le puso en la mano un papel doblado, como si le confiara un secreto.
Cuando Rieff lo abrió, en la hoja en blanco no había más que un número, una fecha: 1453. Comprendió en seguida que se trataba de una consigna delirante de memoria histórica. 1453 es el año en que los turcos conquistaron Constantinopla y pusieron fin al Imperio Romano de Oriente. Invocando esa fecha, los genocidas serbios se convertían nada menos que en herederos de aquel imperio cristiano que más de cinco siglos después continuaban la lucha contra los invasores infieles, ahora los bosnios musulmanes a los que intentaban exterminar en beneficio de su sueño de redención patriótica. La guerra civil yugoslava sucedía en los años 90 del siglo XX y con todas las ventajas modernas de las tecnologías de la destrucción, pero a la gente se la mataba en nombre de cosas que habían sucedido en 1389, en 1453, en un tiempo muy alejado y del todo ajeno, y sin embargo convertido en presente por la obsesión vengativa y victimisma de las conmemoraciones.
(Extracto de artículo en el diario el País)
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