Hace 70.000 años, un pequeño grupo humano, dos o tres individuos, pescó unos cuantos mejillones, se acercó a un abrigo rocoso, encendió un fuego y, mientras se comía los moluscos, se dedicó a tallar piedras. Las huellas de aquella escena quedaron fosilizadas y esto ha permitido su reconstrucción a los científicos que trabajan en dos yacimientos arqueológicos del peñón de Gibraltar, las cuevas de Vanguard y Gorham. Es un momento muy cercano, familiar, aunque a la vez muy alejado. Y no solo en el tiempo: aquellos humanos no eran sapiens como nosotros. Como neandertales, pertenecían a una especie humana distinta. Sus últimos miembros vivieron en este rincón del sur de Europa. Junto a otros yacimientos peninsulares, como El Sidrón en Asturias, estas cuevas han contribuido a transformar la imagen de aquella especie que habitó durante cientos de miles de años en Europa: la arqueología ha revelado que no fueron unos homínidos brutos y apenas dotados de razón, como se les ha descrito muy a menudo, sino unos seres muy parecidos a nosotros aunque, a la vez, distintos, y no solo anatómicamente.
Los neandertales tenían la capacidad del lenguaje, enterraban a sus muertos, eran solidarios con aquellos que no podían valerse por sí mismos, se decoraban con plumas y conchas, comían de todo (hasta atún y focas), e incluso se ha encontrado en Gibraltar un dibujo geométrico (aunque ninguna representación de animales o cosas) que indicaría que eran capaces de plasmar un pensamiento simbólico. Nuestra cercanía a esos otros humanos agranda el mayor misterio que les rodea: ¿por qué desaparecieron? Aunque la pregunta clave es aún más inquietante: ¿por qué ellos se fueron y nosotros seguimos aquí?
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