Contemplando la historia de Europa occidental, el historiador norteamericano Charles Tilly sostuvo que el Estado en ese continente era hijo de las guerras. Enfrentadas sus monarquías una contra otra durante el curso de varios siglos, los gobiernos debieron organizarse, buscar recursos financieros, disciplinar y movilizar a la población, en una competencia darwiniana en la que solo sobrevivieron los más aptos. En esta parte del mundo donde nos ha tocado en suerte nacer, podríamos decir que los estados han sido más bien hijos de las catástrofes naturales. A falta de Julio Césares o Napoleones, tenemos reconstructores exitosos que ganaron su gloria domeñando a la naturaleza.
Nuestra geografía y el entorno de placas tectónicas y corrientes marinas que nos rodean han hecho de América un continente sensible a fenómenos naturales de gran poder destructivo. No nos azotan huracanes, como en el Caribe, pero sí terremotos, sequías e inundaciones que periódicamente han asolado la tierra, tanto o más que las tragedias provocadas por el hombre.
Los desastres naturales trajeron el correlato de la reconstrucción de las zonas afectadas, pero sobre todo fueron apreciados como una oportunidad para reformar aspectos de todo tipo (que empezaban con los caminos o la arquitectura y terminaban alcanzando dimensiones sociales, políticas y económicas, a veces inesperadas). Fueron también la oportunidad para el surgimiento de capitales políticos: los reconstructores exitosos, o los “salvadores” de la patria tras la tragedia, supieron cosechar fama y poder de una población largamente agradecida. Es oportuno recordarlo ahora, que los peruanos nos alzamos las mangas de la camisa en pos de una nueva reconstrucción.
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