Un exitoso zar de la reconstrucción en Lima y Callao fue el virrey José Antonio Manso de Velasco, a quien le tocó enfrentar el catastrófico terremoto-tsunami de 1746. Con solo 200 sobrevivientes en el puerto y 25 casas en pie en la capital, la tarea no fue solo reconstruir, sino hacerlo de modo que las edificaciones resistieran nuevos sismos.
El aporte de Manso a la ingeniería civil de la época fue aceptar que volver a las mismas edificaciones equivalía a construir las mismas desgracias para el futuro. Las estructuras más afectadas eran, por su volumen, las iglesias. Pál Kelemen escribió que “la historia de la gran catedral [de Lima] es el relato de una interminable lucha contra los terremotos”.
Quizás el intelectual de la transformación fue el jesuita praguense Juan Rehr, llegado para la reconstrucción, quien entendió que una catedral de piedra y adobe se seguía cayendo, y recomendó incorporar la quincha, una milenaria técnica local desde el nombre. Este añadido redujo considerablemente los daños sufridos por la catedral desde entonces.
Casi 10 años después Francisco Ruiz Cano, joven catedrático de la Universidad de San Marcos, ensayó una explicación para el éxito de Manso: las técnicas y los materiales de construcción autóctonos se adecuan mejor a las condiciones locales. No lo dijo así, pero su idea es que la experiencia histórica es indispensable para la buena ingeniería.
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